SAÑA
MDH Ramón Larrañaga Torróntegui
Corría a lomo de su caballo fustigando el vientre con sus espuelas, se mostraba colérico lleno de ira y maldiciendo. A grandes voces profería en la soledad del monte. De pronto el caballo cayó bañado en sangre que salía por su panza destrozada por las espuelas. Había muerto mientras su jinete repetía blasfemias escandalosamente y, lo pateaba tirado. Solo el eco de sus lamentos regresaba a su oído. Reventó al animal, era siniestra la escena, sucedió por la desesperación de atrapar un becerro para vender.
Dejó atrás al caballo muerto quitándole el freno se lo cruzo sobre un hombro y en el otro se embroco la reata que traía en la silla. Entre los baraños del arroyo seco distinguió otro caballo. Se hizo paso entre la maleza logrando sujetarlo. Se subió al lomo y nuevamente se lanzo en una carrera desesperada sonriéndole a la vida por darle una oportunidad para atrapar el becerro. Le jalaba la rienda sin misericordia mientras el animal asustado destrozaba su cuerpo en los baraños.
De pronto cayeron en un pequeño barranco: La caída fue espectacular hacia el fondo seco, increíblemente el animal se levanto y comenzó a emitir un sonido de aire que escaba por su hocico. El se levanto y empezó a castigarlo culpándolo de su caída. El animal se mostraba temeroso y dándose la vuelta empezó a patear con fuerza hacia el lugar del jinete. Este se agacho para escapar de las patadas, cayó a tierra y cerró los ojos agarrándose con las dos manos la cabeza en busca de protegerse. ¿Cuánto tiempo paso?
El caballo se marcho corriendo sin detenerse. El jinete saco su paliacate limpiándose el sudor y las heridas. La irresponsabilidad le había abofeteado la conciencia, ahora se veía con la ropa rota. Se acostó sobre una piedra quedando dormido un buen rato tratando en recobrar el ánimo. Le zumbaban los oídos. El becerro había escapado, tenía un caballo muerto y otro corriendo por la llanura. Miro el horizonte, aquellas soledades se borraban al verse arrinconado sin ayuda. Un cielo azul, el arroyo en sombras cual fantasmas que extendían sus brazos para atraparlo, para asirlo de los cabellos y llevarlo al mismo infierno.
Podía percibir el caminar de una hormiga, reflexionar sobre su loca carrera, su necio proceder, la muerte de su caballo bañado en sangre. Es el sepulcro mismo del tipo que buscaba vender un becerro para comer y su caza quedo escrita al ser lanzado al vacio por su loca carrera la cual estremeció el silencio del monte y, la razón de un becerro dispuesto a defender su vida.
Aún el ruido de los cascos del caballo se escucha, el terror en los ojos del becerro, los fantasmas del arroyo en la imaginación, el vértigo provocado por la caída, la corrida del caballo desbocado. La vida jugó con todos, no quedaba duda al respeto, su naturaleza los empujo sin que nadie pudiera contar con el poder para detenerlos, ¿destino caprichoso? en cuyo resplandor brillan los deseos de los cuales nadie es capaz en desprenderse.
Un primer caballo espantado y castigado, un jinete encendido en sus demonios, un becerro pisándole los talones la muerte, un segundo caballo con ojos desorbitados ante el castigo de su jinete blandiendo su espada sobre el lomo arrojando chispas por la boca quien exigía cruzar sobre alas los montes. Un destino manejado por un Dios que todo lo ve y decidió parar en seco los pies de quien perseguía. Después de la tormenta llega la calma, el monte se muestra sereno, el sol sigue encendido, la atmosfera maligna se ha esfumado, los espíritus tranquilos ante el fuego apagado.
Cantan los pájaros vuelve la alegría, las almas recobran la calma, las sombras cubren a los inocentes. El sujeto regresa en su silencio rasgado en sus vestiduras, reflexionando lo magnifico de la vida comprendiendo que es en vano las groserías a los afligidos. Más allá de todo está presente el alma justa, la que conduce a la eternidad y penetra en la medula de los huesos anunciando el derecho a la vida. Comenzó a caminaba por el sendero en el regreso a casa cuando escucho el zumbido de un enjambre de abejas, que revoloteaban sobre su cabeza.
Estaban enojadas y empezaron atacar: la ira se volvió a escuchar el eco de las blasfemias, la desesperación, el acento áspero de la maldición, la impotencia ante el ataque. La voz se fue apagando, la amenaza desapareció el ruido infernal se fue alejando dejando un hombre tendido sobre el camino. Nadie supo comprender lo que paso ese día, pocos miraron su cara hinchada como un volcán, quedo el silencio en el monte y, el soplo de muerte en sus labios.