AMAR, LA TIERRA
MDH Ramón Larrañaga Torróntegui
Atravesaba esa fantástica región Coyotitán/ San Ignacio, Sinaloa; adonde van todos los acentos de la tierra, los sonidos que decimos se desvanecen, las palabras que juzgamos y, se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye. Cruce el puente sobre el rio piaxtla y tome el camino que conduce a San Gerónimo de Ajoya: En esta parte se cierne un círculo armónico, flotan las plegarias de los niños, las oraciones de las vírgenes, los salmos de los piadosos, las peticiones de los humildes, las castas palabras de los limpios de corazón, las resignadas quejas de los que padecen, los ayeres de los que sufren y los himnos de los que esperan. Cuando joven gustaba regresar en el verano como cualquier estudiante.
En tardes las señoras regaban su calle tranquila para evitar el polvo, los vecinos se juntaban bajo los árboles de la calle principal. Se hacían cosas propias de cada edad. Yo salía con los jóvenes y nos quedábamos hasta altas horas de la noche sentados en una banqueta platicando, nunca hablábamos de política, nuestras conversaciones giraban en torno a las chicas de la edad, eso nos interesaba más que otros asuntos.
Un reencuentro y, la misma situación pero con caras desconocidas del mismo origen familiar.- Gente buena. La mayoría de aquellos éramos educados y vigilados por los abuelos. Es mi origen, lo que redacto y recuerdo, es el pueblo que vió nacer a mi padre y madre. Tierra que en un principio fue fuente de minería y al cumplir mayoría de edad cambio a ganadería y como muchas otras unos la abandonaron en busca de una vida mejor, otros comparten mesa y mantel con sus familiares cuando regresan. Allí, aún escucho las voces de los enamorados que palpitan las fibras en sus corazones, la voz que pide al cielo ser escuchado y le contesta la de su amado (a).
Soy uno de esos jinetes sin montura que se aventura a lomo de caballo con la única idea en que será escrita al final del paseo. Ese jinete que recorre sus entrañas para hacer explotar las viceras de sus deseos insatisfechos los que sin estar presentes son su cuerpo, mente, dignidad, respeto, amor al prójimo. Una persona a quien le heredaron un nombre y apellidos y cuya honra debe llevar hasta el día de su muerte.
Un niño que aprendió en casa lo que es la honra, dignidad, respeto y en su escuela adquirió el soporte para lo mismo. Soy ese ser inquieto quien a lomo de caballo en pelo aprendió que sus armas eran los libros, su escudo la dignidad y el respeto y se atrevió a cruzar las ideas para hacerlas saber a través de sus letras. Alguien que entendió las tormentas desatan y se atrevió a desafiar ese que hacer con desvelos y buenas intenciones.
Un niño cuyo refugio eran sus sueños de grandeza, sus desvelos ante los libros la tranquilidad espiritual. Un niño que venia destinado arriar vacas, llevar caballos a bañar al rio cercano, caminar entre cerros solitarios con el canto de las aves. Uno que brincaba arroyos, cerros, piedras sudando ante el rigor del sol quemante y, al igual que su padre cuando se sentía cansado se dormía bajo la sombra de un árbol en el camino usando en almohada una piedra.
Un tiempo y especio que lo hacía feliz la sencillez con la que su vida transcurría en esos lugares, donde se puede recoger el pensamiento sincero y solitario sin contaminación. Se convirtió en hombre al que lo vence el miedo, la nostalgia y se inspira en ese pasado para exprimir unas cuantas letras sobre el papel para desahogar el alma. Un paraíso en la soledad el monte, en el silencio y canto de sus pájarosa. Un pueblo en cuyo amanecer se disfruta la flor que embellece la temporada, se visita el panteón abandonado, sus tumbas, nombres.
Un pueblo donde brota el resplandor de sus rayos en una tarde de lluvia, un rayo de sol que quema en el verano la sonrisa de una joven que camina por sus calles.- Todo es visto, apreciado y noble. Un pueblo que conserva la cruz del difunto con su nombre sobre la madera o la tumba ostentosa en la cual reposa al igual que el de madera sin ostentación. Todos en el mismo barro y, su respectiva peregrina historia terrenal.
Tal vez es la tierra prometida de Dios, el misterio y sus vanas fantasías, el tiempo recurrente que hace soñar o despierta a las serpientes su alma que se arroja o se arrastra por la hierba replegándose para no ser vista o huyendo de la gente. Allí, esta la vida, la que se esconde brota entre los picos de los tres frailes en un estallido de ese rayo que arroja agua y, hace corra presurosa la dama a su refugio presa de profundo miedo señalando con su dedo las remotas nubes. Un sol que desaparece de inmediato llegando las nubes presagiando lluvia, esas que dan vida, pelea con los miedos de la gente ante el estruendo de los rayos y vencen al final.
San Ignacio, es un pueblo con juventud pujante convertida en huracán de pasiones cuyo rastro en lagrimas de amor se queda impregnado con los años, juramentos vanos de regreso, amores maldecidos, costumbres, dominio y veneración a su Cristo en la mesa. Al rayo que en boca de la anciana exhala el conjuro para alejar los malos espíritus mientras se invoca al cielo en busca de la absolución en sus culpas.
