MUERTE
MDH Ramón Larrañaga Torróntogui
La mayor parte de las personas no están preparadas para recibir la muerte y temen enfrentarla. Algunas se preparan filosóficamente y tiende a aceptar todo lo que la vida ofrece (incluida la muerte); haber tenido muchas ocasiones de pensar en la muerte y de aprender a afrontarla, debido a la pérdida de los padres, los amigos, el cónyuge, los hijos; la llegada de la muerte en el momento apropiado del desarrollo del individuo es sumamente doloroso y sirve bastante sus creencias religiosas, incluida la idea de la vida después de la muerte.
Algunos factores pueden dificultar la capacidad de la persona para aceptar la muerte, por ejemplo pérdidas muy seguidas que dejan a la persona emocionalmente acabada, la falta de apoyo por haber perdido ya a mucha gente significativa y la falta de atención a sus necesidades “Si, hubiera tenido dinero ¡No muere!”. El adulto mayor se encuentra, más cerca de la muerte.
También se sabe que por años de vida vivida, es el adulto mayor el que ha tenido mayor número de oportunidades de confrontar la muerte, ya que por su edad es muy probable que haya sufrido la pérdida de sus seres queridos, experiencias en general que pocos jóvenes y menos aún niños, han tenido. Con frecuencia se encuentra que el anciano ya ha hecho algunos planes para su partida, como lo es su testamento, tener un lote en el cementerio, y haber realizado algún tipo de instrucciones finales a alguien de su confianza. El adulto mayor tiene mayor tendencia a aceptar la posibilidad de su propia muerte.
La vida cobra sentido en cuanto se revela como un tránsito, morir es cambiar de estado y el bien morir puede ser entendido en términos de desprenderse finalmente de todo lo material que nos confina a este mundo para facilitarnos el paso a la eternidad. El bien morir es estar dispuesto con humildad a despedirse de la vida, entregar la existencia que nos fue dada, sin rencores ni arrepentimientos, sin culpa y sin dolor, sin miedo y temores hacia la muerte.-Los miedos asaltan al adulto mayor con mayor o menor intensidad. Muchos miedos están en relación con la toma de conciencia de la idea de tiempo, con la idea de vejez, con la idea de la muerte propia.
Si bien están ligados entre sí, se manifiestan de distinta manera y tienen, como todas las cosas que suceden en el envejecer, características singulares, únicas, propias de cada anciano y en relación con su historia de vida. Al encontrarse con la idea de tiempo, se pone en juego el pasado, lo que se hizo y lo que se dejó de hacer, asignaturas pendientes o situaciones que se hubiera querido vivir distinto pues ya no se ejercen ahora roles que daban identidad, como el laboral o la educación de los hijos.
El aburrimiento y la rutina pueden ensombrecer este presente, la soledad es una compañera muy temida. El tiempo futuro trae de la mano la idea de la vejez y la de la muerte. La idea de tiempo es inquietante, porque nos indica que somos mortales, finitos, perecederos, y aparece como mensajero de la ineludible meta final. Este experimentar el transcurso del tiempo y en especial ese final es angustioso porque golpea duramente sobre nuestro narcisismo. Y entonces aparecen las preguntas,… ¿cómo viví?… ¿qué hice?… ¿qué dejé de hacer?. Ya no hay “algún día” como cuando se era joven y esto se lo constata con los cambios que se ha tenido y es común que se diga… ya no es tiempo para tal o cual cosa… pero es necesario saber que sí es momento para muchas otras, para no quedarse así paralizado o anclado en el pasado.
Esta vivencia que da el tomar contacto con el tiempo desencadena el interrogante sobre el porvenir y éste se presenta a menudo con la cara de la vejez y de la muerte. Junto a la idea del tiempo y sin duda ligada a ella aparece en el envejecimiento la idea de la muerte. Pero además de peculiar y de angustioso la idea de la muerte permite preguntarse a uno mismo por otras pérdidas, revalorarlas y abordar duelos no elaborados en su momento. Así también esta idea aparece ligada a distintas circunstancias que la desencadenaron (muertes cercanas, enfermedades, alejamiento de los hijos, separaciones, jubilación, etc.)
No es posible vivir la propia muerte, porque no hay registros ni en la conciencia ni en el inconsciente de su experiencia. La única vivencia cierta es la que nos da la muerte de otros seres vivos. La idea de la muerte suscita temores desde dos perspectivas: en relación al acto de morir y al “después” de la muerte. Ya sea que se considere al morir como el fin o como el tránsito a otra cosa, esto despierta temor. Sentimientos de posible sufrimiento pero en especial de extrema soledad y desamparo. El temor a morir solo, o a enfermarse sin recibir asistencia, es muy común.
Cuando hay enfermedades muy incapacitante, o miedos marcados o inquietud de la familia, el vivir solo no es posible. Es allí donde se inicia una gran polémica acerca de la eficacia o confortabilidad de los hogares y o albergues para los adultos mayores. En cuanto al “después”, se agrega el miedo a lo desconocido. Este depende en gran medida de las pérdidas y duelos vividos así como también del contexto afectivo con el que cuenta el adulto mayor.
La muerte puede sobrevenir de manera repentina o gradual, es decir, su llegada se puede prevenir o puede ser una verdadera sorpresa. La persona puede ser afortunada y fallecer en un ambiente familiar, atendida por sus seres queridos y amigos o encontrarse con el fatal destino solo y sin cariño. La sociedad tiende a aislar a las personas mayores y a los enfermos por cuidarlos y protegerlos. La muerte es un espejo en el cual contemplamos nuestra vida entera.
